Viajamos a Córdoba porque Belén había mostrado muchísimos deseos de visitar la ciudad hacía unas semanas. Así que yo aproveché la cercanía del puente de San José para organizar el viaje sin que ella lo supiera. Yo había estado allí años atrás, con mis padres. Regresábamos de Extremadura, de pasar unos días en el pueblo de unos amigos, cuando mi padre decidió que podíamos ampliar nuestra estancia fuera de casa unos días más. De aquella primera vez en la luminosa Córdoba guardo el recuerdo de los patios particulares, abiertos de par en par para que todo el mundo contemple la belleza que albergan y que con tanto esmero cuidan sus propietarios. La calleja de las flores, decorando graciosamente los balcones. Y el sol. Un sol radiante que permanece en mi retina desde aquellos días como un retazo indisociable de la ciudad de los Omeyas, señores de Al-Andalus.
Iniciamos nuestra aventura cordobesa con buen pie. Perdimos el tren. España entera sabe que es la primera vez que me pasa algo semejante, por eso probablemente nos sonrió la fortuna y la compañía nos reubicó en un AVE que salía unas horas más tarde; de modo que nos castigamos a permanecer en Atocha hasta entonces. Independientemente de la defensa que se haga de la red de cercanías, hay que reconocer que el tren de alta velocidad proporciona una comodidad absoluta. En hora y media llegamos a nuestro destino cuando apenas nos habíamos repuesto de la modorra habitual que le entra a uno después de la comida.
Temía que la pensión que había reservado fuera un antro cochambroso, por lo barato, pero resultó estar en muy aceptables condiciones. Dejamos todas nuestras cosas allí y salimos a dar un paseo por la ciudad, no sin antes recoger una publicidad sobre una taberna medieval que anunciaba carnes exóticas en su carta. La idea de devorar una cebra me resultaba muy alentadora así que me prometí echarle un vistazo al lugar en los días sucesivos.
Como era ya tarde para visitar monumentos nos dimos una vuelta por el centro histórico. Córdoba es una acogedora ciudad atravesada por un Guadalquivir diezmado y abarrotada por una horda de turistas extranjeros ávidos de recolectar souvenirs made in Spain. La ocasión es propicia, en uno de los cascos antiguos más grandes de Europa, y ninguno de los visitantes pierde la oportunidad de conseguir desde una estrella de David hecha en plata, recuerdo del pasado sefardí de la ciudad, hasta un compendio de cachivaches repletos de color rojigualda y adornados con el omnipresente toro de Osborne.
Guiris aparte, todo se olvida al bajar por la calle de Torrijos y darse de bruces con la Mezquita, que se alza imponente reclamando para sí toda la atención del visitante. Objeto de numerosas ampliaciones y convertida más tarde en Catedral tras ser Córdoba conquistada por las tropas de Fernando III El Santo, se trata sin duda alguna de uno de los monumentos más importantes de España, patrimonio de la humanidad y símbolo de una curiosa manera de entender la convivencia interreligiosa. La Mezquita se alzó tras la expropiación y posterior derribo de la basílica cristiana de San Vicente. Sucesivos emires y califas cordobeses fueron ampliando la edificación hasta el momento en que son los reyes cristianos los que toman el relevo convirtiéndola en catedral, si bien respetando gran parte de la estructura de la construcción.
Interesante reportaje que, a mi juicio, quedaría más completo con algún vídeo que encontraras por ahí.
ResponderEliminarUn saludo.
Anoto la sugerencia Manuel. Nosotros, por desgracia, únicamente llevamos una pequeña cámara de fotos compacta. Pero miraré algún vídeo sobre Córdoba para la última entrega :) Un saludo.
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