A través de la Puerta del Perdón llegamos al “Patio de los Naranjos” de la Mezquita de Córdoba. Afortunadamente nuestro madrugón hizo su efecto y apenas tuvimos que guardar cola para sacar nuestra entrada y disfrutar del esplendor del arte andalusí. El interior de la Mezquita es básicamente una compleja estructura de columnas de mármol, jaspe y granito que sostienen los famosísimos arcos de herradura bicolores que a uno siempre le vienen a la cabeza al pensar en el monumento. Me llama la atención que las huestes de Fernando III, probablemente extasiados en la contemplación de esta obra apologética del poder califal, no echaran abajo todo para edificar su catedral, sino que simplemente acometieron las reformas necesarias para adecuar la Mezquita a la liturgia cristiana.
Continuamos nuestro recorrido hacia el Alcázar de los Reyes Cristianos, donde Colón solicitó a los Reyes Católicos la financiación para su alocada expedición a las Indias y que más tarde albergaría sombríos destinos como Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y, después, cárcel civil hasta la llegada de la II República. Allí pudimos admirar no sólo su interior sino también su exterior, pues el Alcázar posee unos jardines que verdaderamente quitan el hipo. Bien hubiera dedicado algo de tiempo a reposar entre naranjos, cipreses y limoneros al abrigo de la sombra, pero mi estómago no perdona ni una sola comida y la petición de sustento se presentó en forma de rugido en mis exigentes tripas.
Y es aquí cuando llegó el momento de probar los manjares de la taberna medieval cuya publicidad habíamos recogido el día anterior. Una de las muchas cosas que aprendí de mi padre es a desconfiar de los lugares vacíos. El ser humano es un animal gregario y gustoso de la aglomeración, más si hay de por medio un banquete. Por eso cuando vi la nula clientela desde la entrada de la taberna comencé a sospechar de forma alarmante. Sin embargo ya habíamos caminado hacia allí y nos decidimos a entrar. Cuando pienso en el Medievo imagino una gran mesa saturada de enormes raciones de comida y bebida. Por eso me decepcionó conocer el tamaño del dichoso solomillo de cebra. Obviamente no había contado con la dificultad y el cargo en el precio a la comida de importación. Así que pese a la decoración, bastante lograda todo hay que decirlo, constaté que los platos no eran nada medievales en lo relativo a cantidad. Tampoco la calidad era demasiada así que salimos de allí conmigo mascullando entre dientes, como cada vez que no estoy satisfecho con la comida, y Belén soportando pacientemente mis lamentos con una sonrisa condescendiente. De este modo, pasamos el resto del viernes visitando diversos rincones de Córdoba y callejeando por la ciudad donde, dicen, nació el filósofo Lucio Anneo Séneca.
Córdoba es una ciudad que me apasiona y voy de vez en cuando por allí. Su belleza me deja sin aliento. Y en estas fechas con la belleza de todos sus patios, todavía está más bella si cabe. Sigue contandonos cosas de tus preciosos recorridos. Un abrazo Juan.
ResponderEliminar